Lo bello de cada lugar. Campo VS Ciudad


Últimamente noto la necesidad de sentirme en contacto con la naturaleza, me agobia la ciudad, su excesivo tránsito, su artificialidad, su contaminación olfativa y acústica, gente atropellándome a cada paso, construcciones ocultando la visión de lo que hay más allá.
De siempre me ha gustado la ciudad, y aún opino así.

Cuando tenemos algo que antes anhelábamos, al final acaba perdiendo valor.
Siempre he sido rural. Nací en pueblo y viví allí hasta que fui mayor de edad. Estaba acostumbrada a aquello, sí, era bonito, no estaba mal, pero no me entusiasmaba, lo que quería era ir a la gran ciudad, que es donde estaba "todo".
Llevo años en la ciudad, y cada día descubro algo nuevo en ella que me hace amarla aún más. Pero a medida que me he ido alejando de mi tierra natal, ha ido aumentando también mi amor por ella. Echo de menos los campos, la naturaleza, abrir la puerta de casa y respirar  aire fresco mientras veo de lejos los pinos y huelo a resina, y al humo de las chimeneas de leña.
Creo que todo tiene su encanto, todo es bello si se sabe apreciar. Es bueno pasar una temporada en cada lugar, y por supuesto, descubrir otros nuevos.



 
Me encanta la naturaleza rural. Levantar la vista y contemplar las nubes dibujando formas de algodón sobre la profundidad del azul cielo, inmensidad de bichitos volando sobre mí. Dar unos pasos y encontrarme inmersa en la profundidad del bosque, escuchar resquebrajarse la borraja seca bajo mis pies, silbidos de aves que vuelan cada vez más bajo, perros ladrando, gatos escalando árboles, conejos que corren temerosos a guarecerse entre los matojos. Sentarme en la inmensidad y sentirme pequeña diminuta entre las majestuosas copas verdosas. Correr sin que nada ni nadie detenga mi paso salpicando arenilla bajo la cómoda suela de las zapatillas. Pederme en la rivera con la única orientación del sonido del cauce del río corriendo hacia el mar, sumergirme en él, mancharme de barro y sonreír al ver las ropas empapadas. Respirar bocanadas de aire puro llenando mis pulmones, cargando mi energía. Ver la puesta de sol como en un paisaje de los que salen en los documentales de la "dos". Contar los millones de estrellas que dibujan tenue luz en la profundidad de la noche. Cerrar los ojos y escuchar silencio. Paz.


 
Me encanta la inmensidad de la ciudad. Contemplar sus altos edificios con miles de ventanitas en las que se adivinan personas que intercambian vidas en mi imaginación. Caminar a lo largo de una calle que nunca termina, esconderme entre laberínticos callejones de un  barrio desconocido, perderme en un centro comercial. Sentarme en la soledad de la playa o verme inmersa entre la multitud que zarandea las terrazas del centro urbano. En cuestión de segundos sumergirme en una galería de arte, en una obra de teatro, en una sala de cine, en un famoso concierto o en una piscina, aunque sea invierno. Atravesar la ciudad por los pasadizos que unen las vías del tren con la plaza mientras escucho un acordeón cantando alegre, imposible de silenciar ante la tristeza. Cruzarme con cientos de personas haciendo diferentes cosas, hablando, caminando, corriendo, sentados, sonriendo, emitiendo energía. Crear en mi cabeza las historias de cada individuo que me encuentro, me gusta jugar a adivinar quienes son, lo que hacen en cada lugar y qué vida les espera cuando llegan a casa. Apreciar como se unen rayos de atardecer y lucecitas coloridas contorneando las fachadas, el suelo que piso y las carreteras fugaces. Subirme a una décima planta y tener ante mí el semblante que colma de viveza la oscuridad nocturna, como en las fotos de las revistas de viajes. Cerrar los ojos y seguir escuchando movimiento. Alegría.


En el término medio está la virtud, pero a veces hay que probar un poco de cada extremo para saborear las diferentes perspectivas que esconden las vidas que podemos estar viviendo.


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